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15 julio, 2025Hay días en los que el cuerpo no grita, pero tampoco calla. Se arrastra. Se tensa. Se desordena. A veces no duele, pero pesa. No avisa con una alarma sonora, sino con microgestos casi imperceptibles que, si no se miran de cerca, se terminan confundiendo con la rutina misma. Muchas mujeres viven así durante semanas, meses, incluso años, normalizando una incomodidad constante que se vuelve paisaje. Pero, ¿y si no fuera normal? ¿Y si esa fatiga que creíamos parte del contrato cotidiano estuviera diciendo algo más?
El cansancio no siempre se presenta como un bostezo o la necesidad de dormir más.
Muchas veces se manifiesta como irritabilidad, apatía, hipersensibilidad, pérdida de memoria a corto plazo, una especie de niebla mental que impide concentrarse o incluso un dolor difuso que recorre el cuerpo sin encontrar causa médica clara. El cuerpo, en esos casos, está hablando. El problema es que no siempre lo escuchamos en el idioma correcto.
Sensaciones que no siempre sabemos nombrar
Una de las primeras barreras para comprender el agotamiento es que, culturalmente, se nos ha entrenado para seguir adelante, aun cuando todo dentro de nosotras pide frenar. Ser funcional parece más valioso que estar bien. Por eso, muchas veces, cuando el cuerpo empieza a desacelerar, lo interpretamos como un defecto, una falla que debe ser corregida. Lo cubrimos con cafeína, con exigencias internas, con agendas llenas. Como si detenernos fuera una debilidad, y no una señal de inteligencia fisiológica.
Hay mujeres que, al estar agotadas, se vuelven hipereficientes. Otras se aíslan sin saber por qué. Algunas desarrollan síntomas físicos tan variados que terminan en una peregrinación médica sin diagnósticos claros. Ninguna de estas respuestas es “loca” ni irracional: son formas que el cuerpo encuentra para expresar lo que no ha podido decirse en voz alta.
El cuerpo no olvida lo que la mente no registra. Cada estrés mal procesado, cada emoción contenida, cada límite no puesto o necesidad postergada, se acumula en algún rincón: la mandíbula apretada, los hombros tensos, el intestino alterado, la menstruación irregular, la piel apagada. No siempre se trata de enfermedades, sino de desajustes sutiles que indican un sistema intentando adaptarse sin recursos suficientes.
¿Descansar es suficiente para reparar?
La respuesta corta sería “no”. Dormir es necesario, pero no siempre alcanza. Muchas veces, lo que se necesita es un descanso más profundo: una pausa de las exigencias autoimpuestas, del perfeccionismo crónico, del multitasking emocional. Es decir, un descanso de todo aquello que no se nota a simple vista, pero consume energía de forma silenciosa.
Descansar también es no estar disponible para todos todo el tiempo. Es elegir no responder ese mensaje, no tomar esa reunión, no asumir esa carga que no corresponde. Es proteger los propios límites incluso cuando nadie más los valida. Eso, aunque a veces no se perciba como descanso en el sentido tradicional, puede tener un impacto enorme en la sensación de vitalidad.
Hay elementos sutiles que no figuran en ninguna lista de tareas, pero desgastan como si fueran pesas: la culpa constante, la autoexigencia en piloto automático, el no saber pedir ayuda, el creer que todo depende de una. También están los contextos laborales deshumanizantes, las relaciones en las que hay que sostener más de lo que se recibe, o el solo hecho de estar alerta todo el tiempo.
Es importante, en estos casos, hacer un inventario no solo de lo que hacemos, sino de lo que sentimos mientras lo hacemos. ¿Cómo nos afecta? ¿Qué parte de nosotras queda agotada después? ¿Qué nos drena y qué nos recarga? A veces la clave está en dejar de ver la productividad como única vara de valor.
Reconstruir una relación con la energía
Volver a sentirse vital no es simplemente “recuperar fuerzas”. Es, más bien, reconstruir una relación con la propia energía. Una en la que ya no se trate de cuánto más puedo dar, sino de cómo sostenerme mejor.
Esto no pasa solo por descansar bien o alimentarse de forma adecuada. También implica identificar qué nos conecta con el entusiasmo, con la motivación genuina y con el placer de estar vivas.
En ese camino, algunas mujeres han encontrado apoyo puntual en pastillas para el cansancio, integrándolas dentro de una rutina más amplia de cuidado personal, que contempla hábitos, límites y tiempo para sí.
Volver a habitar el cuerpo desde un lugar más amable
Escuchar el cuerpo no significa volverse experta en anatomía. Es aprender a registrar pequeños cambios: cuándo se acelera el corazón, cuándo aparece un nudo en el estómago, cuándo algo que antes entusiasmaba empieza a resultar agobiante. Es un ejercicio de observación honesta y sin juicio.
También requiere paciencia. Porque el cuerpo no siempre responde de inmediato. Necesita tiempo, cuidado y coherencia. Pero cuando empieza a sentirse escuchado, responde. El insomnio se suaviza, el cansancio cede, la mente se aclara, la respiración se vuelve más profunda.
Tal vez no se trate de “rendir más”, sino de vivir con más sentido. De soltar el ideal de estar siempre disponibles, despiertas, productivas. De entender que el descanso no es un premio por haber hecho mucho, sino una necesidad básica. De priorizarnos sin culpa. De darnos permiso para estar bien, incluso si eso implica hacer menos, decir que no o simplemente detenernos.